Desde voces disidentes al interior de las empresas hasta acusaciones en tribunales y manifestaciones en las calles, la crisis climática está poniendo en jaque el negocio de las petroleras.
Por: Pilar Assefh / @pilarassefh
Caroline Dennett llevaba once años trabajando como consultora de seguridad de Shell cuando dijo “enough is enough” (“ya es suficiente”, en español). El portazo que pegó al terminar su relación laboral con la petrolera lo sintieron sus ejecutivos —CEO Ben van Beurden, incluido— y 1400 empleados, a quienes les comunicó por mail y LinkedIn sus razones.
“Shell es plenamente consciente de que sus continuos proyectos de extracción y expansión de petróleo y gas están causando daños extremos a nuestro clima, al medioambiente, a la naturaleza y a las personas”, escribió la británica, cuya firma, Clout Ltd, se especializa en la evaluación de procedimientos de seguridad en industrias de alto riesgo. “No puedo seguir trabajando en una empresa que ignora todas las alarmas y desestima los riesgos del cambio climático y el colapso ecológico. Porque, contrario a las expresiones públicas de Shell en torno a ‘Net Zero’, no están reduciendo el petróleo y el gas, sino que planean explorar y extraer mucho más.”
Su decisión podría ser no más que una anécdota, si no fuera porque no es un hecho aislado. Una situación similar se dio en 2020, cuando ejecutivos del sector de energías limpias renunciaron sonoramente, frustrados por el lento ritmo de la transición de Shell hacia combustibles más limpios. Y no puede olvidarse acá que, en mayo de 2021, la petrolera fue conminada por una corte de La Haya a reducir el 45% de sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI, causantes del cambio climático) para 2030 versus sus niveles de 2019. El fallo, histórico en sí mismo, ya que es el primero en responsabilizar a una empresa por su contribución al calentamiento global, aplica a los 80 países en los que opera, incluyendo su cadena de proveedores y consumidores finales. A eso se suma que, el 24 de mayo último, Shell tuvo que suspender su asamblea general anual, en Londres (Inglaterra), media hora después de su apertura, por la irrupción de activistas denunciando su inacción climática.
Alejando la cámara y viendo la situación en un plano ampliado, en su contexto macro, las sacudidas que Shell viene experimentando adquieren otro color. Porque las petroleras, que por décadas ocultaron y financiaron campañas de desinformación para no asumir los daños ambientales y climáticos que ocasionan, están empezando a ser puestas en el banquillo de los acusados.
De abajo hacia arriba
Sucede en Shell y sucede también en ExxonMobil y Chevron, que experimentaron “rebeliones” en sus asambleas de accionistas el año pasado. En el primer caso, el grupo de inversores institucionales Engine N1 colocó dos nuevos miembros en el Directorio para reorientar la política climática de la empresa. En el segundo, los activistas institucionales Follow This lograron que la firma aceptara como propia la huella en la atmósfera que produce la quema de sus productos por parte de los consumidores.
Lejos de la cultura corporativa, estos movimientos parecen datos menores, pero no lo son, y se sintieron fuerte en la industria: Exxon y Chevron son dos gigantes petroleros de los Estados Unidos, y sus propios inversores les están diciendo que deben adaptar su negocio al cambio climático porque, en caso contrario, no tendrán futuro alguno.
Al interior de las empresas llegan los ecos de lo que empieza a escucharse en las calles, con más y más comunidades manifestándose activamente en contra de proyectos hidrocarburíferos. El rechazo al offshore en Argentina es parte de ese movimiento. Lo que está en juego en este caso son tres áreas a 300 kilómetros de la costa de Mar del Plata —la ciudad balnearia más emblemática del país— en las que Equinor, Shell e YPF se proponen hacer exploración sísmica en busca de petróleo. Se trata de una de las zonas más sensibles del océano —el talud marino—, en el borde de la plataforma argentina, donde las corrientes antárticas chocan contra la pared oceánica, aportando los nutrientes que fertilizan a todo el Mar Argentino. La exploración sísmica allí supone un riesgo para la vida marina, así como liberar más GEI a una atmósfera ahogada en ellos. Para Argentina, supone también incumplir su promesa de ser carbono neutral en 2050. Por todas estas razones, y otras también, las comunidades locales dijeron “no”.
Ya en julio de 2021, durante las audiencias públicas que se hicieron en el marco de la evaluación de impacto ambiental del proyecto, más del 90% de los participantes se manifestó en contra. Pese a ello, el Gobierno decidió seguir adelante. Lo anunció el 30 de diciembre, tras lo cual hubo movilizaciones masivas en las ciudades costeras del país, con miles de argentinos que, por primera vez en la historia, salieron a las calles en resistencia a un nuevo proyecto hidrocarburífero. A ello se sumó la acción poética, con un grupo de escritoras, periodistas e intelectuales dándole vida al manifiesto “Mirá”, al que suscribieron cientos de actores, músicos, pensadores e influencers de todo el abanico político. Y también acción judicial, con cuatro amparos presentados ante la Corte de Mar del Plata para frenar el proyecto.
Las voces que cuestionan a las petroleras también se escuchan en otros puntos de América del Sur. Se da, por ejemplo, en el Perú contra la española Repsol y OCP Ecuador, como consecuencia del derrame de más de 11.000 barriles de petróleo en el distrito de Ventanilla ocurrido el pasado 15 de enero. La mancha negra se extendió a lo largo de la costa, con impactos negativos a la flora y la fauna marina. La presión de la sociedad civil tras el accidente fue tal que obligaron a Pedro Castillo, presidente del Perú, a hacer cambios en su gabinete y a prohibirle a los ejecutivos de Repsol salir del país.
Y este reclamo popular, así como también el del offshore en Argentina, se unió a muchos otros que tienen sede en el Sur Global, generando la movilización mundial #Oceanazo, que se realizó semanalmente desde el 4 de febrero durante el verano.
Ahora bien, la falta de licencia social en estas latitudes se replica también en el Norte. Por caso, hace pocas semanas, en Canadá, un grupo de organizaciones salió a presionar públicamente al Gobierno y a Equinor por el proyecto “Bay du Nord”, a causa del peligro en que pone a la vida marina y de las más de 30 millones de toneladas de carbono anuales que emitiría. A las movilizaciones en las calles y las proyecciones de imágenes en las oficinas centrales de Equinor en Noruega, se suma también —como en Argentina— una demanda judicial contra la aprobación del proyecto.
Reloj de arena
La Agencia Internacional de Energía (IEA, por sus siglas en inglés) es contundente respecto de los límites a los que puede llegar la explotación de combustibles fósiles. Para que el calentamiento global no supere 1,5°C sobre los niveles preindustriales para fin de siglo —como la ciencia reclama y el Acuerdo de París fija—, no hay más espacio para nuevos proyectos de gas, carbón o petróleo. Aun si se cumplen al 100%, los planes climáticos asumidos por los países hasta la fecha son insuficientes para que las emisiones globales ligadas a la energía sean nulas para 2050 y evitar, así, lo peor del cambio climático, alerta la IEA. Por eso, y con un planeta ya 1,2°C más caliente, la frontera hidrocarburífera no puede ampliarse ni un centímetro más.
En caso contrario, y usando las palabras de António Guterres, secretario General de Naciones Unidas: “Vamos por la vía rápida hacia el desastre climático”. Por eso, sentencia, “es hora que dejemos de quemar nuestro planeta y empecemos a invertir en las abundantes energías renovables que nos rodean”.
En este contexto, la transición energética ya no se plantea entre signos de pregunta. Virar progresivamente hacia modelos de producción y consumo de energía más limpios y equitativos, reduciendo el uso de fósiles, extendiendo la eficiencia energética y electrificando las matrices sobre la base de fuentes renovables, no es una opción, sino una necesidad, la prerrogativa para que todos los que están naciendo y nacerán a futuro puedan vivenciar un mundo habitable (o, al menos, tan habitable como el actual), dice la ciencia, en un reclamo que, como queda en evidencia, se extiende a cada vez más comunidades en todo el mundo.
La ecuación económica no escapa a esta lógica. Con la carbono neutralidad como horizonte a 2050, todo proyecto debe plantearse en esa línea temporal y de emisiones. ¿Cómo se insertan, por ejemplo, los nuevos proyectos de offshore en ella?
Para poder explotar estas áreas, primero se debe constatar que efectivamente hay petróleo. En Argentina, sólo para esta etapa de exploración, se calculan unos ocho años. Recién después empezaría la extracción, para lo que hay que armar una infraestructura que hoy no está. Son inversiones que se proyectan en horizontes de décadas. Así, de darse la explotación, esta iniciaría recién en (o alrededor de) 2030, para cuando las emisiones globales deberían haberse reducido a la mitad, si se quiere llegar al neto cero dos décadas después. Dicho de otro modo, es una apuesta a futuro en un contexto en que el futuro de los fósiles no es claro. Y en el que otras tecnologías energéticas avanzan con solvencia.
Al momento de escribir esta nota, el petróleo cotiza por encima de los USD 100 a nivel internacional. La invasión de Rusia a Ucrania lo empujó a lo alto, como así también al incentivo por abrir nuevos yacimientos a la explotación. Pero, los mercados son muy volátiles: hace dos años, el precio era negativo. Con las medidas que se están implementando, y se deberían implementar cada vez más, tendientes al neto cero, es difícil proyectar qué pasará en una década.
Asegurar la independencia
Otro componente de la ecuación es el costo de depender de los fósiles, una situación que hoy atraviesa a la Unión Europea y limita su capacidad de acción ante la guerra en Ucrania. Rusia produce el 14,8% del gas y el petróleo global, lo que contabiliza por el 60% de sus exportaciones y el 40% de su presupuesto federal. Y el bloque es uno de sus principales compradores, algo que no se interrumpió por la invasión: durante los primeros dos meses del conflicto bélico, la Unión Europea fue responsable del 71% de los ingresos totales de Rusia por petróleo, gas y carbón, por un valor aproximado de 44.000 millones de euros, según el Centro de Investigación sobre Energía y Aire Limpio (CREA, en inglés).
Cortar este lazo importador es, hoy, prioridad para el bloque. Y, si bien las medidas a corto plazo todavía se debaten, la estrategia a mediano ya está delineada: potenciar el despliegue renovable y de eficiencia energética, con miras a dejar de depender del Kremlin en menos de cinco años.
Son medidas que, para Jan Rosenow, director de Programas Europeos del Regulatory Assistance Project (RAP), van a permitir “aislar” al bloque de la dependencia de los combustibles fósiles en su conjunto. “La ventaja de estas soluciones a largo plazo es que reducen permanentemente la dependencia de las importaciones”, plantea.
Soberanía y seguridad energética. Es el camino elegido en el Viejo Continente para liberarse de Rusia; es la dirección económicamente lógica para no dejar a nadie atrás y asegurar la independencia. La transición hacia sistemas limpios e inclusivos, con o sin las petroleras, ya es una realidad, y estamos sólo al principio de sus implicaciones políticas, sociales, ambientales y económicas.
Imagen principal: Mar Argentino Sin Petróleo. Crédito: Ecos de Mar.
Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina, del que la Red Ambiental de Información (RAI) forma parte.