Depredación de bosques, avance de la frontera agrícola, fumigaciones, entre otros motivos, están aumentando el contacto de las personas con ratones de cola larga (Oligoryzomys sp. y Oligoryzomys microtis), especies de roedor que son portadores del virus Chapare, un tipo de arenavirus que llega a ser mortal.

Por Andrés Rodríguez

La noticia corrió como pólvora. En la TropMed 2020, la reunión anual organizada por la Sociedad Estadounidense de Medicina Tropical e Higiene (ASTMH, por sus siglas en inglés) que reúne a profesionales de la medicina tropical y la salud mundial que representan a la academia, las fundaciones, a los gobiernos, entre otros, daba a conocer en un comunicado de prensa, el descubrimiento que “un virus mortal que se encuentra en Bolivia y que puede transmitirse de persona a persona en entornos de atención médica, lo que plantea posibles preocupaciones de brotes adicionales en el futuro”, reza un fragmento del comunicado.

Se trataba de un hallazgo con relación al denominado virus Chapare, reaparecido en 2019 tras un brote en 2004, que provoca fiebre hemorrágica y que en su más reciente aparición al menos tres personas se infectaron cerca de La Paz hace dos años, dos de los cuales murieron. Tras varios meses de cuarentena rígida en el mundo y una desescalada con más o menos restricciones, la noticia sobre el descubrimiento encendió las alarmas en las principales cabeceras de noticias alrededor del mundo.

The Guardian titulaba así: “Investigadores confirman transmisión de raro virus entre humanos”; “Descubren nuevos casos de virus similar al ébola en Bolivia”, informaba el portal de la Deutsche Welle, de Alemania; “Virus Chapare: ¿qué chances hay de que ‘migre’ de Bolivia hacia la Argentina?”, firmaba su titular el diario Clarín

El hallazgo incluía información sobre los potenciales roedores portadores del virus Chapare, que pertenece a un grupo de virus llamado arenavirus, identificados como Oligoryzomys y Oligoryzomys microtis, mejor conocidos como la rata pigmea del arroz y colilargo de orejas pequeñas, respectivamente. A pesar de la alerta que se generó a finales de 2020, todavía hay mucho que se desconoce sobre este virus, y cómo las acciones de los seres humanos sobre los ecosistemas pueden originar nuevos brotes.

Imagen de microscopía del virus Chapare. Cortesía Cynthia Goldsmith-CDC

¿Puede pasar fronteras?

La doctora María Morales-Betoulle, epidemióloga de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), se encontraba en un aeropuerto de Colombia cuando recibió una llamada de Bolivia informándole sobre unas muertes sospechosas que se habían producido en el norte de La Paz. No se sabía qué tipo de agente patógeno era el que estaba causando el brote que se había detectado. En el Centro Nacional de Enfermedades Tropicales (CENETROP) se hicieron varias pruebas y se tenía la sospecha de que podía ser un arenavirus, pero las pruebas que tenían disponibles no les permitió hacer el diagnóstico.

“La familia Arenavirus incluye muchos virus, no hay solo uno o dos, hay varios. En Bolivia el que era muy conocido y muy caracterizado era el Machupo [que ocasiona también una fiebre hemorrágica viral, identificado en 1962], que causa la fiebre hemorrágica”, explica la especialista de la CDC desde Guinea, donde se encuentra trabajando por un brote de ébola.

En la CDC pusieron las muestras en cultivos de células para ver si crecía algún virus a la par de una “secuenciación de nueva generación”, según explica Morales-Betoulle, que permite descubrir los patógenos que probablemente están asociados a los casos. “Así fue como nosotros logramos definir y determinar que se trataba de un Arenavirus del nuevo mundo y luego por secuenciación más específica logramos ver que se trataba de Chapare”, agrega.

El virus Chapare, como muchos otros Arenavirus, tiene un roedor como reservorio natural. La transmisión a un humano se realiza a través de la exposición a las heces, orina o sangre. Morales-Betoulle explica que muchas de las personas que se enferman por este tipo de virus son trabajadores agrícolas, como el caso de Macario Gironda, el paciente cero, que trabajó en una cosecha de arroz en la comunidad de Siliamo, en el municipio de Guanay (La Paz), entre marzo y abril de 2019.

“¿Si puede pasar fronteras? Difícilmente. El evento de trasmisión de humano a humano es raro, y si se desarrollan las buenas medidas de prevención y control de infecciones, estos eventos se reducen muchísimo. Tampoco le digo que sea imposible, sin embargo, no es un virus que se expanda por los aires, es un virus que se expande a través de los fluidos corporales”, aclara la epidemióloga.

¿Cómo afecta la pérdida de ecosistemas?

Según el biólogo especialista en ecología e investigador de micromamíferos, Huáscar Bustillos, estas enfermedades transmitidas por roedores entran en un grupo que se denominan emergentes y reemergentes, como en el caso del virus Chapare, que se dio previamente hace 17 años. El profesional con más de 10 años de experiencia afirma que se está viviendo un ciclo de “aparición de enfermedades” o “movimiento de pandemias” debido a la destrucción de los ecosistemas, de los controladores biológicos, el cambio climático y la deforestación. “A medida que sigamos en estos procesos, de mega extractivismo, de insensibilidad y total desapego de los ecosistemas naturales, el riesgo va a ir subiendo tremendamente a medida que pase el tiempo”, agrega.

De acuerdo con datos sobre la deforestación en Bolivia, recopilados para el Atlas Municipal de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en Bolivia –publicado a principios de 2020 por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN, en inglés) – –, la deforestación anual ha incrementado en el país de un promedio de aproximadamente 150,000 hectáreas por año durante los años 90, a casi 350,000 hectáreas por año durante los años 2016-2017. Asimismo, la publicación destaca que la deforestación per cápita durante 2016-2017 en Bolivia fue de 310 metros cuadrados, una cifra extremadamente alta comparada con el promedio mundial de 9 metros cuadrados.

Bustillos apunta a que el brote en 2004 en las localidades de Samuzabety y Eterezama, pertenecientes al municipio de Villa Tunari; así como el de Caranavi, en los Yungas de La Paz, responden a la expansión y deforestación para los monocultivos de la hoja de coca. “Sabemos que ambas zonas son características del cultivo de coca. Este monocultivo tiene un rango histórico en donde se están produciendo procesos de deforestación masivos donde antes tenían muchos servicios ecológicos. Coincide con el incremento de la tasa de deforestación de cultivo, de uso de agroquímicos, de migración de gente, de extinción de fauna local que se dan en estos lugares focalizados y específicos como en Yungas y Chapare”, explica el biólogo.

Según el último informe de Monitoreo de Cultivos de Coca, correspondiente al año 2019 –documento que fue presentado a mediados del pasado año por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC)–, la superficie con cultivos de coca en Bolivia ha incrementado un 10% respecto al 2018, pasando de 23.100 a 25.500 hectáreas. Asimismo, la producción de hoja de coca en la región de los Yungas incrementó un 9%, ascendiendo de 15.015 a 16.296 hectáreas; mientras que, en la región del Trópico de Cochabamba, el incremento fue de 13%, subiendo de 7.787 a 8.769 hectáreas.

“El incremento del cultivo de coca, puede explicarse por una reducción en los niveles de racionalización/erradicación que se vieron afectados durante los conflictos sociopolíticos de octubre y noviembre de 2019. Asimismo, en el presente monitoreo se han identificado varios cultivos de coca, en áreas que correspondían a superficies deforestadas el año anterior, evidenciándose una afectación preocupante a los ecosistemas de bosques, especialmente en Áreas Protegidas”, indica el informe de la UNODC.

La función de estos roedores en el ecosistema

Marisol Hidalgo, bióloga que trabaja en la investigación y conservación de pequeños mamíferos como roedores, marsupiales y murciélagos en el Museo de Historia Natural Alcide d’Orbigny de Cochabamba, dice que las especies del género Oligoryzomys, entre ellas Oligoryzomys microtis –posibles portadores del virus Chapare–, se encuentran distribuidas desde las tierras bajas de la Amazonía hasta la parte del Chaco. Son especies que tienen como hábitats a los bosques matorrales y que cuando hay algún tipo de “intervención antrópica” (cuando un bosque es intervenido) estos roedores aprovechan esta situación y se reproducen más, encontrándose en mucho contacto con los humanos.

Del brote en Samuzabety, en el trópico cochabambino, al rebrote en Caranavi, en los Yungas, pasaron 17 años. Entre ambas localidades hay aproximadamente una distancia de 740 kilómetros por carretera. La especialista dice que no se trata de un único “ratón viajero” que se desplaza desde Cochabamba a La Paz, sino más este evento se produce debido a un corredor por el que las especies se interconectan.

“Hay una población en Cochabamba, seguro hay otra en Ayopaya, se pueden interconectar, cambiar su flujo genético y así va sucesivamente hasta llegar a tierras bajas. Siempre hay puentes de conexión, es la misma población de Oligoryzomys, que en este caso sería la especie microtis, que está desde La Paz hasta Cochabamba. En toda esta distribución donde puede estar presente el ratón, está presente la enfermedad”, asevera Hidalgo.

Muchos de estos reservorios entran en estrés, puede ser a causa de la intervención humana o por otros factores de su propio hábitat, y este tipo de virus son los primeros que se van a manifestar, afirma la especialista en roedores. En algunos casos pueden acabar con los individuos de la población, pero si no se tiene cuantificada a las especies, como en Bolivia, por ejemplo, no se puede conocer la incidencia del virus. Sin embargo, Hidalgo dice que en varias de las especies animales que portan algún virus, este no les afecta, se mantiene en ellos y los diferentes tipos de virus de los cuales son o pueden ser portadores se siguen reproduciendo.

Coincide con Bustillos respecto a los factores para que estos roedores tengan más contacto con los humanos y menciona, de igual manera, la depredación de los bosques, el avance de la frontera agrícola, de las fumigaciones, aplicaciones de cultivos, entre otros motivos. “Si un felino está presente, de tamaño pequeño y se reproducen mucho los ratones, va a poder cazarlos y controlar la especie del roedor, pero en el caso de que se llegue a deforestar por la urbanización de una zona a un bosque que estaba en equilibrio, lo primero que va a pasar es que el gato silvestre se va a alejar para no estar en peligro, porque la gente tiende a desplazar especies, entonces pierde su territorio, entonces los ratones se ven potenciados para reproducirse”, añade Hidalgo.

Sin embargo, la investigadora del Museo de Historia Natural Alcide d’Orbigny hace hincapié en que no hay que “satanizarlos porque tienen una función en el ecosistema”. En el caso de estos ratones ambos son granívoros y cuando la temporada de lluvias termina, empiezan a salir las semillas, los roedores comen algunas y dispersan las otras y así comienza la primera sucesión del bosque. Posterior a eso, van otras especies llevando semillas de plantas y también las dispersan y hacen que el bosque se regenere y vuelva al equilibrio. “Eso es lo que pasa naturalmente si no hubiera intervención de ningún tipo”, recalca.

Roedor de la especie Calomys. Foto cortesía del Museo de Historia Natural Alcide d’Orbigny

Aparte, según explica Bustillos, estos roedores son la base alimenticia de pequeños felinos como el ocelote, margay, gato pajero, además de serpientes, águilas y búhos. “Esta liga de controladores biológicos naturales por un lado han sido cazados, por otro lado, perseguidos, ya sea por mitos, folclore y exterminados, como en el caso de las serpientes, porque en la Amazonía tienen un miedo ancestral hacia estas especies”, dice el biólogo.

Investigación y recursos, una carencia general

Desde los distintos campos los especialistas coinciden que todavía falta mucho por investigar y no solamente desde sus especialidades, sino también de forma colaborativa. Tanto Hidalgo como Bustillos sostienen que el único modo de investigar en Bolivia es a través de fondos externos, en su mayoría, ya que desde las esferas gubernamentales no hay interés ni apoyo para la ciencia.

“Somos muy pocos los que trabajamos con estos animalitos. Es el grupo más diverso en todo el planeta y tienen que ver mucho con nosotros por la convivencia que tenemos. Se puede ver cómo resisten a las enfermedades, siendo tan pequeños y de esa manera con investigaciones en ciencias clínicas podemos conocer cómo generar vacunas, estudiar su resistencia a las enfermedades que poco a poco se van a empezar a diseminar más, porque se está destrozando el hábitat, además que la alimentación de la gente no es la misma y se está perdiendo el sistema inmune que teníamos antes”, agrega Hidalgo.

La bióloga Marisol Hidalgo llevando a cabo sus investigaciones. Foto cortesía del Museo de Historia Natural Alcide d’Orbigny

Para Morales-Betoulle hay que mirar más allá de lo que ya se conoce, caso contrario no se puede encontrar lo que no se está buscando. Explica que, si los casos hubieran sido clasificados como dengue, por la sintomatología similar, y si no hubiera existido la fatalidad de las tres víctimas y el contagio de humano a humano, este rebrote hubiera pasado desapercibido. Gracias al acceso a las muestras para que puedan ser procesadas, provistas por el Ministerio de Salud de Bolivia y el CENETROP, se pudo desarrollar una técnica PCR, por sus siglas en inglés de Reacción en Cadena de la Polimerasa, en tiempo real, muy utilizada para muchos agentes patogénicos, como la gripe, coronavirus, entre otros.

“Hay muchas cosas que todavía nos falta por entender, hay otros virus probablemente, no necesariamente se han detectado todos los virus que circulan en Latinoamérica. Es un trabajo que debe continuarse y hay que estar pendientes y cooperar, lo que permitió hacer esto es el espíritu colaborativo”, finaliza Morales-Betoulle.

Foto de portada: Roedor de la especie Oligoryzomys de Chapare. Foto cortesía del Museo de Historia Natural Alcide d’Orbigny

Andrés Rodríguez es Licenciado en Comunicación Social de la Universidad Católica Boliviana. Tiene una maestría en periodismo de la Universidad Autónoma de Madrid y la Escuela de Periodismo del diario El País. Actualmente trabaja como periodista independiente publicando en medios internacionales y nacionales, es editor en La Ramona y da clases de periodismo digital. Fue ganador del Premio Nacional de Periodismo en Bolivia en 2017, y el Premio Plurinacional Eduardo Abaroa, en 2014 y 2018.

Comparte este artículo por: